Por Carlo Fabreti, publicado en el Insurgente
Hace unos días, los fundamentalistas católicos pusieron el grito en el cielo ante laperformance de las supuestas “profanadoras” de una capilla anticonstitucionalmente instalada en la Universidad Complutense, y la propia Esperanza Aguirre se rasgó las vestiduras (aunque sin enseñar las tetas) y se preguntó qué pasaría si la acción la hubieran realizado en una mezquita, olvidándose, al parecer, de que en la Universidad no hay mezquitas, ni sinagogas, ni templos budistas, ni siquiera un tenderete de los Testigos de Jehová: solo, curiosamente, capillas católicas.
Hace unos días, los fundamentalistas católicos pusieron el grito en el cielo ante laperformance de las supuestas “profanadoras” de una capilla anticonstitucionalmente instalada en la Universidad Complutense, y la propia Esperanza Aguirre se rasgó las vestiduras (aunque sin enseñar las tetas) y se preguntó qué pasaría si la acción la hubieran realizado en una mezquita, olvidándose, al parecer, de que en la Universidad no hay mezquitas, ni sinagogas, ni templos budistas, ni siquiera un tenderete de los Testigos de Jehová: solo, curiosamente, capillas católicas.
Pero pasemos por alto el ligero despiste de la presidenta y aceptemos su estimulante invitación a la extrapolación y el experimento mental:
¿Qué pasaría si los adoradores de Serapis (seguro que quedan algunos) reclamaran en propiedad el templo de Luxor e impusieran a sus visitantes los horarios que estimaran oportunos y el respeto a los protocolos de su religión? ¿Estaríamos dispuestos a afeitarnos la cabeza y a ponernos un taparrabos para visitar los templos egipcios? ¿Por qué aceptamos, entonces, que las catedrales, tan patrimonio de la humanidad como las pirámides o el Partenón, sean propiedad y coto moral de la Iglesia? ¿Porque los católicos son muchos y los serapianos pocos? Entonces tendremos que considerar sagrados los estadios de fútbol, pues se cuentan por millones los descerebrados que creen que los rituales agonísticos que allí se celebran son algo trascendental. Por no hablar de los lugares donde se practica la santería o los ritos vudú…
No hace mucho, un viejo sacerdote italiano me increpó por entrar en pantalón corto (ma non troppo: las rodillas quedaban púdicamente cubiertas) en una iglesia de Roma (en la que, por cierto, no se estaba celebrando oficio alguno que pudiera verse perturbado por la presencia de un infiel). Intenté tomármelo a broma y le dije: “Qué más quisiera yo, padre, que mis piernas fueran motivo de escándalo”. Se puso a gritar como un energúmeno, profanando, él sí, la quietud de aquel lugar de recogimiento.
¿Por qué tenemos que aguantar este tipo de cosas? Es una pregunta retórica, obviamente: no tenemos por qué aguantarlas; es más, tenemos la obligación moral y cultural de no aguantarlas, pues al hacerlo es cuando no respetamos los templos como es debido, al permitir que se adultere su irrenunciable condición de obras de arte y patrimonio de la humanidad. De toda la humanidad.
“Durante la ceremonia, los leopardos irrumpen en el templo y derraman los cálices; el episodio se repite una y otra vez y acaba incorporándose al rito”, dice o cuenta Kafka. Sigamos el ejemplo de las jóvenes panteras que irrumpieron en un espurio templete que no tiene cabida en la Universidad para derramar los cálices de la represión. Repitamos una y otra vez su acción purificadora para limpiar todos los templos de telarañas dogmáticas e incorporar a todas las ceremonias los irreductibles gestos de la libertad.
De cara al buen tiempo, habría que ir organizando un despelote colectivo en la catedral de Burgos.
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