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¡Qué mariquita ni que niño muerto!


A mi amigo Juan de Ayamonte y todos los que fueron, son y serán niños mariquitas en los colegios de Huelva.

"Si volviera a nacer, volvería a ser maricón". O lesbiana. En esto coincidimos todos, al menos todos los que seguimos vivos heroicamente en una sociedad heterosexista y homofóbica porque hemos conseguido salir indemnes con mejor o peor suerte de sus criminales políticas de propagación del VIH, de acoso y persecución institucional y social desde pequeños hasta mayores. Esto es el orgullo gay, no otra cosa. Orgullo de seguir vivos y haber sorteado todo un dispositivo de disuasión encaminado a reprimir, desviar, invertir, obstaculizar, penalizar, martirizar física y psicológicamente nuestra preferencia sexual.

Sin embargo, pese a todo el orgullo gay que podamos acumular a lo largo de la vida y habernos construido un nicho social, familiar, laboral en el que sentirnos a gusto y absolutamente felices, creo que casi nadie sería capaz de decir esta otra frase, similar a la anterior, sin sentir un escalofrío por la espalda y ver cómo se le pasan cinematográficamente, en unos segundos, escenas de horror amontonadas en el desván de la memoria: "Si volviera a nacer, me gustaría volver a ser el niño mariquita de mi colegio". Es nuestra piedra de toque: no querer volver a vivir la infancia, un contexto donde nuestra autoestima era imposible. Toda nuestra infancia a la mierda, nada se salva. No quiero haber sido niño. Las maricas no miramos atrás. Vivimos y recordamos desde que empezamos a ser felices y de ahí en adelante. El presente y el futuro son nuestros. En el pasado sucumbimos. Quizás no todos, ni del mismo modo. Esto no es victimismo. Es historia. La historia de la España mariquita que siempre ha perdido en los dos frentes y cuyos muertos ni siquiera se desentierran ni son honrados.

Yo soy un niño muerto. No porque me solidarice hipócritamente con ninguna víctima del bullying, sino porque si alguna vez fui un niño, murió rápido: yo lo asesiné y lo enterré vivo buscando salvarme en mi vida de adolescente. Al que también enterré vivo, dándole con la pala en la cabeza hasta que dejó de moverse. Luego ya nunca he vuelto a sepultarme y tampoco creo en los fantasmas. Ahora sé defenderme.

"Si todos los niños y niñas deben estar protegidos contra los malos tratos (art. 6 [de los Derechos del niño]), eso significa que no se puede ejercer sobre ellos y ellas violencia física, psicológica o simbólica con el único objetivo de promocionar una identificación heterosexual o de castigar actitudes, gustos, opiniones, aficiones, etc., que se quieran interpretar como señales de disconformidad con un modelo de rol de género o con una posible preferencia sexual" (Llamas, R. y Vidarte, F. J.: Homografías. "Nenaza. La invención del niño mariquita", Madrid, Espasa-Calpe, 1999, p. 111). Hace ya muchos años que escribimos esto Ricardo Llamas y yo. Y que hablamos del suicidio y del acoso escolar por estos motivos nunca atendidos y siempre silenciados. Como sucede hoy.

Estamos asistiendo a una invasión mediática de algo que hemos sabido y experimentado siempre. Ahora parece que tiene nombre. Un nombre ininteligible e inescribible en castellano: bullying. Como si lo hubiéramos importado de culturas anglosajonas más avanzadas que la nuestra. De nuevo asistimos en nuestro país a un alejamiento culpable de toda responsabilidad respecto del "proyecto de exterminio de los (niños) mariquitas" como si fuera cosa de estos tiempos revueltos de crisis de autoridad y familia nuclear desmembrada por la Play. Ya es hora de que revisemos el sistema patriarcal heterosexista en que vivimos que provoca mortalidad infantil en las aulas, acoso, montañas de sufrimiento, mujeres maltratadas y asesinadas y más cosas terribles. Lo mismo que en Euskadi, parece que la culpa la tienen cuatro locos violentos irracionales, niños malos. La cosa es no mirarnos nunca el ombligo ni reconstruir la historia de un país de machitos violentos, heterosexistas, patrioteros, patriarcales, misóginos, creyentes, homofóbicos, deportistas y celosos asesinos de todo cuanto amenace su cada vez más precario sistema de opresión. Javier Sáez, amigo y teórico queer, me comentaba que en dos estudios franceses recientes sobre factores de discriminación en las aulas, a uno se le olvidó incluir la "homosexualidad" y el otro le preguntó a los niños directamente si eran homosexuales. Todos callaron, naturalmente. ¿Quién va a decir en su clase que es mariquita? El resultado del estudio fue que no existía discriminación por orientación sexual en las escuelas.

Menos científicamente, yo he hecho una pequeña encuesta entre amigos que cualquiera puede hacer rápidamente y, no por azar, a todos nos venía a la memoria alguna escena de acoso, de humillación. O incipientes estrategias de supervivencia y disimulo: "Yo no tenía pluma, pero era gordito, tenía gafas, era el empollón, un niño muy raro, muy complicado, introvertido, no me relacionaba, vivía en mi mundo, iba a mi bola, tenía uno o dos amigos tan solo y me dejaban en paz". No se trata de tener a todo el profesorado buscando y detectando persecutoriamente a los niños mariquitas para hipervisibilizarlos, patologizarlos, señalarlos y así poder "protegerlos". Ya me veo las quejas de los padres viendo su orgullo familiar por los suelos: "Mi niño ha sido objeto de acoso pero ¡no es mariquita!".

El problema no es que la agresión, el acoso convierta socialmente a la víctima en mariquita, la raíz del problema es que el bullying rubrica la heterosexualidad de los agresores en una edad temprana donde buscan afirmar su virilidad e identidad sexual como pueden, como ven, como siempre se ha enseñado en España (un país que apremia a ser hetero cuanto antes): a golpes con los maricas y las mujeres. Y demás antiespañoles.

Paco Vidarte

Orgullo para transgredir


Año tras año las mismas voces no cesan de cuestionarnos sobre el por qué del Orgullo LGTB, sobre las razones para celebrar nuestro día de reivindicación. Para algunos, ya nos podemos casar y operar, ya está todo conseguido, y para otros no hay razones para estar orgulloso de ser marica, bollera o transexual, ya que ellos no celebran el hecho de ser heterosexuales. Afortunadamente, somos muchos los que no compartimos ninguna de estas posturas.

Sabemos que corren malos tiempos para defender la lucha, el esfuerzo y el compromiso, pero, debemos recordar que no todo está logrado. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en nuestra sociedad y la igualdad social aún nos queda muy lejos: la escuela sigue siendo hoy un lugar de marginación e invisibilidad para las personas no heterosexuales y en muchos países del mundo ser homosexual se paga todavía con pena de muerte. Aún así existen numerosos motivos para celebrar con orgullo los avances que hemos conseguido, tantos como los que deben animarnos a continuar la lucha, a alzar la voz y a seguir reivindicando nuestra dignidad.

Un año más se acerca el 28 de junio y existe una multitud de razones, un sinfín de motivos para sentir orgullo. Cada cual podrá elegir los suyos libremente. Yo, personalmente, estoy orgulloso de ser marica, estoy orgulloso de haber abandonado definitivamente los complejos para poder vivir y disfrutar mi orientación sexual sin ataduras, pero aún siento más orgullo por ser miembro de ese problemático colectivo de “desviados sexuales” que ha causado y sigue causando tantas molestias y trastornos a los sectores más retrógrados y reaccionarios de esta sociedad, encabezados por la jerarquía eclesiástica. No podemos olvidar que maricas, transexuales y bolleras permanecemos hoy en el centro de la diana, expuestos a sus dardos más venenosos.

Estoy orgulloso de compartir mi vida y mi almohada con un hombre que me quiere y me aprecia tal y como soy, pero mi verdadera satisfacción llega cuando vivir mi orientación sexual libremente se convierte en una peculiar manera de hacer activismo social. Aunque a veces lo olvidemos, un beso o una caricia entre dos hombres o dos mujeres sigue haciendo tambalear hoy los pilares más firmes de esta sociedad machista, intolerante y homófoba que persigue con odio la diferencia. Me siento orgulloso de ser homosexual y estoy orgulloso de formar parte de esa disidencia colectiva que transgrede y cuestiona este sistema patriarcal, machista y homófobo. Para mí nuestro orgullo toma su sentido definitivo en esta constante lucha contra la intolerancia.

Sin embargo, también necesitamos orgullo para luchar contra nuestro propio conformismo y nuestra misma inercia. Queda mucho camino por recorrer en la consecución de la igualdad real y no serán escasos los obstáculos que encontraremos. Queremos una sociedad igualitaria y diversa, pero para ello debemos comenzar por respetar y fomentar la diversidad dentro de nuestro propio colectivo, asignatura todavía hoy pendiente.

Conocemos muy bien el concepto imperante ahí afuera: hombre, blanco, norteamericano o europeo, rico y heterosexual. Ese concepto uniformador y excluyente que tanto nos ha perjudicado a los y las diferentes y que ha servido en tantas ocasiones para justificar nuestra persecución. Y ahora, nosotros y nosotras, los “diferentes”, los que luchamos por construir esa “sociedad del arco iris” no podemos caer en el mismo error excluyente. No podemos cambiar esta definición por la de: hombre, homosexual, blanco, rico y metrosexual, ya que de esta forma estaremos ocultando los demás colores de nuestro diverso arco iris. No podemos seguir condenando al olvido y a la invisibilidad a aquellos y aquellas que valientemente han decidido reclamarse como diferentes entre los diferentes, como minoría dentro de la minoría. Lesbianas, transexuales y bisexuales se han visto históricamente desplazados, invisibilizados y obligados a soportar una doble discriminación, así como los adolescentes LGTB, los seropositivos, los discapacitados, los precarios, los inmigrantes, las personas que viven en el ámbito rural, las de la tercera edad…, y todas aquellas que han sufrido y sufren la discriminación por su orientación sexual como uno de tantos obstáculos para vivir su vida en libertad. El firme compromiso con nuestra propia diversidad se vuelve, pues, imprescindible para realizar nuestra aportación a esa nueva sociedad que tanto anhelamos: tolerante, igualitaria y diversa.

De nuevo el 28 de junio se acerca, y una vez más saldremos a la calle y reivindicaremos nuestro orgullo arco iris: orgullo para continuar la lucha por la liberación sexual, orgullo para transgredir y hacer tambalear esta sociedad uniforme e intolerante, orgullo para seguir construyendo la igualdad desde nuestro derecho a la diferencia y a la disidencia, también dentro de nuestro propio colectivo.

Alberto Hidalgo Hermoso